A veces es necesario perderse para
saber quién eres realmente, me susurraba mi yo interior una y otra vez mientras
cometía los mismos errores que unos meses atrás juré no cometer.
¿Quién en su sano juicio determina que
es un error? ¿Quién se cree con poder
para decidir que está bien o que está mal?
Muchos cuentan que hubo alguien lo
bastante frio y calculador para poder hacerlo, que disponía de cuantos
corazones quería, que se bebía sonrisas con aquella mirada y que se follaba a
las almas con su bonito cuerpo, sí, hoy puedo corroborar que esa persona era
tan real como cualquier mañana desoladora de un lunes de invierno, ese
desalmado era la mezcla perfecta entre todo lo que siempre quise y lo que nunca
debí tener, y yo una más de sus víctimas que cometió el peor de los errores,
enamorarse loca y perdidamente de sus manos.
Disfrutaba cuando me tocaba en la
distancia, haciéndome sentir tan pequeña y atormentada como la última mota de
polvo que no puede aferrarse a seguir al lado de sus compañeras cuando aquel
pañuelo rosa las arrasaba.
Sufría con el placer que me
proporcionaba porque, aunque físicamente seguía allí, mi mente suplicaba que
aquel momento fuera eterno. Idealicé de tal modo su persona, que la mía quedó
relegada a un segundo plano.
Mi apolo se jactaba de hacer el amor
sin amar, de volar sin alas, de soñar despierto y yo, era la marioneta que
cuidadosamente manejaba desde cualquier parte del mundo.
Constantemente pensaba en la
posibilidad de que aquella burda obsesión fuera la causante de mi locura,
pensaba en sus ojos tanto como en continuar con mi vana y triste existencia.
Vivimos momentos idílicos, comparables
al Edén, pero pronto, tan rápido como podía, me arrastraba de un soplo al
limbo, dejándome a merced de lobos con sed, no solo de sangre.
Con él era todo o nada, mis
sentimientos desteñían como un dibujo en una noche de tormenta, necesitaba su
vida para poder seguir viviendo, al menos, un día más.
Nos odiábamos con frecuencia, nos
gritábamos a menudo, nos follábamos a diario.
Las sábanas estaban tan húmedas
después que se marchara, dejó una bonita silueta tras la cortina azul, el
viento la azotaba tan fuerte que los latigazos resonaban como las campanas de
la plaza un domingo a las nueve, en mi alma, siempre en mi alma.
Decidió irse para volver cuantas veces
necesitara, porque para él querer, eso, señores, era cosa de principiantes.
Pero no pude creer que fuera capaz,
que se fuera.
Se marchó. Se marchó. Se marchó.
No podía parar de repetirme esas dos
palabras constantemente, tal vez, pensaba que así me escucharía desde cualquier
parte del mundo y volvería a mi lado, aunque fuese para hacerme el amor sin
amar (me).
Pero no volvió.
(…)
Después de muchos años, paseaba por
una de las calles más concurridas de la ciudad, me evadía con el olor que
desprendían las flores de aquella casa andaluza, no puede existir mezcla de
colores más especial que la roja, amarilla y violeta, el ambiente reconfortaba,
la calidez de los transeúntes me hacía mejor persona.
Pero entonces, entre la multitud
apareció, sus ojos reflejaban el color de su esencia, estaba roto, frío,
hambriento de un amor que siempre creyó controlar, tenía hambre de mí,
necesitaba que alguna tonta dependiera de su risa para poder reír también.
Pero, para ese entonces ya era tarde,
yo era feliz sin intentar hacer feliz a nadie más, su sonrisa ya no me mataba,
su boca no me quemaba, sus ganas de hacerme el amor ya no me dolían y el placer
que conocí a su lado se evaporó como la espuma de una rubia un veinte de Junio.
Solo pude darle las gracias por marcarme y descubrir que no era como los demás,
que él era mucho peor.
Y lo más importante de todo, ya no
estaba loca y perdidamente enamorada de sus manos.
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